El silencio

La representación teatral está plagada de signos, elementos o motivos que encarnan su razón de ser: los personajes, la interpretación, la palabra, los diálogos, el gesto, el movimiento, etcétera, etcétera. Es la función de aquellos que nos acercamos a este oficio, el ordenarlos de tal forma que lo que ocurre sobre el escenario atrape y seduzca al espectador. 

De todos ellos hay uno que siempre me ha atraído enormemente y es, el silencio. Siempre he pensado que no hay nada más hermoso que los silencios, o pausas dramáticas, que le llegan a los espectadores durante una representación teatral.

Los silencios dan el ritmo telúrico al espectáculo, pero mal utilizados pueden ser su puntilla. Esto hace que sea muy complejo situar las pausas durante una representación y peor aún acomodar su medida.

El tiempo de un silencio, aunque lo indique el autor o director, dependerá sobre todo del genio del intérprete y de su interrelación en esos momentos mágicos con los espectadores. También hemos de aceptar que de una representación a otra, nunca serán iguales. Y olvidémoslo, no se les puede domesticar o mecanizar.

El silencio incluye palabra y acción, que todo se pare, que el tiempo se detenga, que los espectadores sientan el vértigo de lo asombroso: un rayo verde, una aurora boreal, fuegos de san Telmo, una estrella fugaz, un cometa rojo rasgando el luto de la noche…

El silencio dramático es el corazón sobre el que palpita el drama, es el espíritu desde donde se eleva la tragedia y es el disparador descacharrante de la comedia.

El alma del teatro habita en sus silencios, en su pavor al vacío, en su espanto a lo desconocido, en su desconcertante humanidad, esto otorga al teatro la condición de la más humana de las artes.

Regocijaos con los silencios porque en ellos habita el alma del teatro.

Hay silencios que te provocan una conmoción y te dan un vuelco para arrebatarte toda lógica, toda razón.

También hay silencios que matan. Y aunque el personaje siga hablando sabes que ha dejado de existir.

El silencio dramático te deja suspendido en un vacío inmisericorde.

El gran teatro se alimenta de silencios precisos y únicos.

El misterio, como un pozo tenebroso, abre su bocaza en los silencios dramáticos.

El silencio a veces te ahoga y necesitas que reviente que estalle en griterío, gesticulaciones, lo que sea, porque se torna insoportable.

El silencio es respiradero y ahogo.

También cada héroe, cada personaje, necesita encontrar su silencio.

El silencio escupe sobre Don Juan cuando descubre los ojos de doña Inés.

El silencio encadena a Hamlet desde la hueca mirada de la calavera.

Un silencio de hielo se abre paso en la primera cuchillada que recibe la Celestina.

El silencio del sueño no consigue escapar de los párpados de Segismundo.

El silencio habita en el bastón de Bernarda Alba.

Ellos y nosotros lo necesitamos…

En estos tiempos de voces estentóreas, palabrería hueca y falsedades patrocinadas, dejad paso al silencio dramático, a la pausa, ella quizá nos ayude a orientarnos dentro del laberinto. Porque todo silencio dramático es espera.  Mudanza. Transformación. Vida. Es la espera de un nuevo tiempo, quizá de un nuevo teatro. Un nuevo teatro que nos saque de las otras pausas, las de los días oscuros y nos regale un giro inesperado, un cambio de guión, una sorpresa extraordinaria para bien de este arte.

Hoy, Día Mundial del Teatro benditos sean los silencios dramáticos. Y por festejarlos a ellos lo mejor es callar.

Gracias.

Alfonso Zurro, Taetrero 2019.

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